Las conquistas de Valentino XI: bajo la cruz, casi un final...
Viene de acá.
El eco de mis pasos ascendió y se multiplicó, rebotando en las concavidades de la bóveda. Fueron pasos lentos; no había apuro.
Allí estaba de nuevo, en la penumbra húmeda de mi refugio. En la seguridad de mi territorio, al que volvía transformado, fortalecido. Había transitado los desfiladeros de la locura, y no podía saber si no había caído en ella. Pero ya no importaba. Ahí no. En esa parroquia, mi poder era absoluto: yo representaba, al extremo del corredor central, sobre los rústicos mosaicos, envuelto en el aroma de la cera derretida, la idea de la divinidad. Yo era dios.
Acaricié al pasar la madera de los bancos. Recuperé su tacto. Incorporé su firmeza.
Las figuras sagradas me veían andar. Sentía sobre mis hombros sus miradas aprobatorias. No temas, Valentino, me decían. Toma lo que es tuyo.
Me detuve frente a él, y me persigné. El Hijo. Su corona de espinos. La hendidura en el costado. El sacrificio. Mi señor, tú que lavas el pecado del mundo...
Bajo la cruz, de espaldas a mí con la cabeza baja, estaba ella. Murmuraba; juraría que estaba rezando. Observé sin prisa sus hombros redondeados, las pecas, sutiles, sobre la piel blanca. El torso se ensanchaba hacia la cintura, y se expandían desde allí unas caderas amplias como un océano.
Adivinaba su tersura bajo la tela del vestido. Este terminaba en una especie de encaje, sobre el hueco que se formaba detrás de las rodillas. Me estremecí: frente a mis ojos estaba la pureza.
Ella permanecía inmóvil. Nunca había podido observarla con tanto detenimiento. Tuve ganas de llorar, pero no lo hice: en ese momento era un guerrero, un cazador, y tenía una misión.
Hablé con autoridad.
- Aura.
Ella levantó apenas la cabeza y, sin volverse, llevó las manos hacia su espalda, bajó el cierre del vestido, desplazó los breteles sobre los hombros, y dejó que cayera la liviana tela. El vestido, amontonado, yació a sus pies.
Fue la luz.
(...)
El eco de mis pasos ascendió y se multiplicó, rebotando en las concavidades de la bóveda. Fueron pasos lentos; no había apuro.
Allí estaba de nuevo, en la penumbra húmeda de mi refugio. En la seguridad de mi territorio, al que volvía transformado, fortalecido. Había transitado los desfiladeros de la locura, y no podía saber si no había caído en ella. Pero ya no importaba. Ahí no. En esa parroquia, mi poder era absoluto: yo representaba, al extremo del corredor central, sobre los rústicos mosaicos, envuelto en el aroma de la cera derretida, la idea de la divinidad. Yo era dios.
Acaricié al pasar la madera de los bancos. Recuperé su tacto. Incorporé su firmeza.
Las figuras sagradas me veían andar. Sentía sobre mis hombros sus miradas aprobatorias. No temas, Valentino, me decían. Toma lo que es tuyo.
Me detuve frente a él, y me persigné. El Hijo. Su corona de espinos. La hendidura en el costado. El sacrificio. Mi señor, tú que lavas el pecado del mundo...
Bajo la cruz, de espaldas a mí con la cabeza baja, estaba ella. Murmuraba; juraría que estaba rezando. Observé sin prisa sus hombros redondeados, las pecas, sutiles, sobre la piel blanca. El torso se ensanchaba hacia la cintura, y se expandían desde allí unas caderas amplias como un océano.
Adivinaba su tersura bajo la tela del vestido. Este terminaba en una especie de encaje, sobre el hueco que se formaba detrás de las rodillas. Me estremecí: frente a mis ojos estaba la pureza.
Ella permanecía inmóvil. Nunca había podido observarla con tanto detenimiento. Tuve ganas de llorar, pero no lo hice: en ese momento era un guerrero, un cazador, y tenía una misión.
Hablé con autoridad.
- Aura.
Ella levantó apenas la cabeza y, sin volverse, llevó las manos hacia su espalda, bajó el cierre del vestido, desplazó los breteles sobre los hombros, y dejó que cayera la liviana tela. El vestido, amontonado, yació a sus pies.
Fue la luz.
(...)
Comentarios
Un abrazo amigo
Abrazo.
Abrazo amiguitou.. a ver cuando se pega una vuelta por estos pagos.
Ahh, Annie Wilkes es el personaje de Kathy Bates en Misery.
Sigo en la más completa ignorancia respecto de Annie Wilkes, pero deje, deje, que ya es de burro que soy, nomás.
Un abrazo grande.
Le escribo para que me conteste, no tanto para narrarle.
Mudado estoy pero sin luz, eso está bueno y está malo. Me falta la música, a la que estimo que soy adicto.
Le mando un abrazo para que vuelva.
Fer,
Lo felicito por la mudanza, y espero que se reencuentre rápido con su música.
Prometo visitarlo la próxima vez que ande por allá. Y lo invito a que venga cuando quiera por estos pagos: cuente con casa (yo también estoy mudado; tengo luz, pero no heladera...).
Bueno, abrazo grande.
me gustó mucho. voy a leer toda la serie. es algo que me debo. saludos.
Un abrazo.
beso!!!
Un beso.