kodak



Lo recuerdo perfectamente. La música que anunciaba su entrada al plató me entusiasmaba. Era uno de mis preferidos. Repetíamos sus frases en el patio del colegio durante el resto de la semana. Nadie podía hablar sin decir nada con tanta convicción.
Esos años tienen ahora colores gastados. Son años de fotos impresas. Años Kodak. En el fondo, casi en sordina, estaba la política. Mi viejo escuchando entusiasmado algún discurso de Fidel Castro. El CDS de Adolfo Suárez. Felipe González y Alfonso Guerra (tan caricaturizable). Manuel Fraga Iribarne, el incombustible. Era el tiempo de los “¡Otan  no!” gritados en las paredes… Ecos. Acordes de bajo, rescatados desde la conciencia adulta. En ese momento, mi mundo se llamaba Cibeles, Mike Donovan o Mikasa. Pero sobretodo Cibeles. Y Un, dos, tres… el chollo, los sufridores, las tacañonas.
Mayra Gómez Kemp presentaba el programa en ese entonces. Como si no estuviese rigurosamente guionado, interrumpía alguna frase al escuchar la musiquita, y entraba él, desde algún rincón lateral, o bajando la escalera, disfrazado de explorador, de director de cine, de bardo… Los infaltables anteojos y la cara redonda. Serio, con ridícula afectación. En esa afectación radicaba la gracia. Se deleitaba en la incoherencia: la del discurso, sí (hasta el farfullo incomprensible), pero también –sobretodo- en la que escindía la pose aristocrática de los giros populares, torpes, reconocibles… Entrañables.
Antonio Ozores dominaba a la perfección el arte de ridiculizarse evidenciando, de paso, los gestos más ridículos de toda una sociedad. Invitaba a reírse de ellos, aceptándolos y queriéndolos. Como era un gran humorista, lo lograba sin proponérselo. Su trabajo era, claro está, eminentemente político. No en vano terminaba sus delirantes monólogos con afirmaciones grandilocuentes como: “Eso no se hace… ¡Caca!”, o “Porque Gibraltar siempre será… ¡un peñón!”.
Si hay uno de esos monólogos que resulta hoy significativo, es aquel en el que aparece Ozores con una calavera en la mano, caracterizando a Hamlet. Debe ser de principios del año 86 (“¡Otan no sí!”). El sketch no difiere sustancialmente de cualquiera de los de entonces, pero es tremendamente sugestivo que el actor recurriera a una tragedia shakespeariana para terminar clamando: “¡Y ahora, al fin, ya somos europeos!”. Como si supiera lo que iba a venir. Como si entendiera lo que nadie quiso terminar de entender entonces: que el ingreso a la Unión Europea, la pertenencia a la OTAN, la apuesta neoliberal, implicaría –como en estas latitudes- una transformación económica, política y cultural irreversible. Que no se puede comprar el oro sin vender la dignidad. Y que hay ciertos caminos, como los de las tragedias, que no llevan a ningún final feliz.

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