delorean


El gimnasio al que voy queda en los años 80. Pude haberlo notado a poco de entrar, cuando me tumbé trabajosamente para hacer la primera serie de abdominales junto a la gotera aquella que cae del techo, atrás del tubo de neón. O entre un ejercicio y otro, al descansar mirando el póster de la pareja de fisicoculturistas: él con una sonrisa de 56 dientes, y ella con una vincha de tenista y shorts de tiro alto.
Debí darme cuenta con los primeros acordes de The final countdown, mientras el muchachito del jogging adidas con tres rayas verticales en cada pierna cargaba el decimocuarto disco de mil kilos en la barra de pectorales. O al ver el bigote caído del señor que, a dos bancos de distancia, bufaba como un ñu en celo con cada levantamiento de mancuerna.
Sin embargo, permanecí ciego a todos los indicios, como atolondrado, hasta que en el televisor que está frente a la cinta de trote aparecieron Michael Knight y una rubia azorada lanzándose al mar a bordo del inigualable Kitt. El interior de la cabina, perfectamente aislada del agua, se iluminaba con comandos y pantallas especiales submarinas, y Michael y la rubia comprobaban una vez más, con alivio, que Kitt era un auto verdaderamente fantástico.
Todo me cerró de golpe entonces: cada vez que voy al gimnasio entro en una especie de nebulosa analéptica; un agujero de gusano que me lleva directamente al centro de los años 80. El Muro de Berlín todavía no ha caído (mi compañera de colegio no nos mostró aún el pedazo de hormigón que de allí trajo su hermano), faltan varios años para las Olimpiadas de Barcelona, y Arnold Schwarzenegger está lejos de gobernar California: es apenas Terminator.
Lo más incómodo de todo el asunto es que tengo que esconderme entre las pesas cada vez que me veo venir, no sea cosa que me encuentre, caiga en una de esas espantosas paradojas temporales, y no haya condensador de flujo que me saque de ahí.

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