Jorge Teillier: la voz del lugar.




“(…) en dirección final a la ciudad rudimentaria

avanzo mientras dure lo que existe para siempre”.

Dylan Thomas.




I

La poesía de Jorge Teillier tiene la vocación de vivir para siempre. No porque sea genial –que lo es-, ni porque sus lectores vayan a recordarla eternamente –quién puede saberlo-, sino porque sus versos tienen un pulso orgánico y proponen con la palabra una solución a la fatalidad del tiempo.

Jorge Teillier nació en Lautaro, al sur de Chile, el 24 de junio de 1935. En esos días el pueblo Mapuche celebraba el We Tripantu: el regreso de la luz, después de la noche más larga. Es el año nuevo de la gente de la tierra, el momento en que se renueva el ciclo de la naturaleza y los días vuelven a caminar hacia el sol, que garantizará nuevas cosechas.

Es una noción de temporalidad central en la obra de Teillier: desde lo temático, a través de la elaboración de metáforas e imágenes que aluden a la renovación incesante; y desde lo formal, en la recurrencia a estructuras circulares y una versificación de ritmo natural, que invita a una lectura en voz alta alejada de la solemnidad: “Uvas marchitas sueñan con el vino/donde podrán resucitar. (…) Todos hemos estado/en el puñado de tierra/que lanzamos por primera vez a ese ataúd”

La poesía de Teillier nace como lucha contra el tiempo, sí, pero su estrategia no es la confrontación, sino el encabalgamiento: su voz no huye de la muerte, pretende integrarse a ella. Son los ciclos de la tierra los que permiten a Teillier suturar el desgarro provocado por la finitud, por la certeza de su inexorabilidad. Se somete a la metamorfosis del cuerpo, y busca en la poesía el alumbramiento de una memoria que se proponga como sedimento, como espacio al que llegar en el futuro, no para reconocerlo, sino para encontrarlo extraño, y acaso revivir la sensación provocada por aquel poema ensayado a los dieciséis años: “el primero que vi, con incomparable sorpresa, como escrito por otro”.


II

Tal vez sea la presencia de esa misma tensión entre la trascendencia y la desaparición en la obra de Dylan Thomas la que haya convocado la lectura que de su obra hizo Jorge Teillier. Elizabeth Azcona Cranwell, traductora de Thomas al español, interpretaba en la última etapa de su producción poética una “operación del espíritu que por fin acepta la renovación terrestre, la precesión y transformación de las estaciones, el equilibrio del ritmo cósmico, el diálogo entre la permanencia del ser y la movilidad del mundo”.

En una novela del uruguayo Juan Carlos Mondragón (Hagan de cuenta que estoy muerto) un pintoresco personaje, el Gordo Molinari, anuncia en una carta a sus amigos del Café Praga que con enorme esfuerzo consiguió escribir el poema diecinueve: el eslabón perdido entre los 18 poemas de Dylan Thomas y los 20 de Pablo Neruda. Leyendo la poesía de Teillier me resulta inevitable recordar esa idea.

Sin proponer que está ahí el puente que une la obra del galés con la poética chilena o latinoamericana en general –quienes saben de estas cosas seguramente dirán que no es así-, es ineludible la lectura de algunas huellas de Thomas en la poesía de Teillier. “En el dique de la puerta natural me acurruqué como un sastre/que cosiera la mortaja para una travesía/bajo la luz del sol devorador de carne”, escribía el primero, y el eco de esos versos se hace escuchar en los de Poemas secretos de Teillier, de 1965: “Detrás de las colinas siempre hay niebla,/el alba no amanece sobre yermos de ortigas/ni en cuclillas al sol/el sastre del tiempo cose nuestra mortaja”.

Pero si en su poesía Dylan Thomas buscaba restituir la dimensión mítica del hombre, la individualidad que éste había perdido en la generación de poetas británicos que lo precedió (la war generation), Teillier busca la construcción de otro mito: el del lugar.


III

Utilizando una expresión que él mismo acuñó, se suele definir la de Teillier como una poesía “lárica”. Transita ésta por imágenes de lugares y tiempos perdidos en la infancia, el viento puelche barriendo los pueblos polvorientos del sur de Chile, personajes colectivos que reconstruyen la vida de la aldea: campesinos, pescadores, chicos, costureras, vagabundos, borrachos empedernidos entregados a los aperitivos en el Hotel de France.

Hay sonoridad en los versos de Teillier. Pero no sólo en ellos, sino a través de ellos: muchas veces se condensa en un sonido la potencia dramática de una escena, el ritmo de la vida que se impone al de la muerte: “En el cementerio del cerro/la primavera se detiene para que florezcan amapolas/en los párpados de los muertos./Los martillazos y los chillidos de las tablas/anuncian que el pueblo resucita…”.

Los personajes, los sonidos, las imágenes constituyen los matices de un enorme tapiz, en el que podemos reconstruir la mirada de un hombre. La contemplación del poeta.

“A través de la poesía de los lares yo sostenía una postulación por un ‘tiempo de arraigo’”, escribía Teillier en 1968. Se oponía aquél al tiempo del “éxodo y el cosmopolitismo” que leía en los poetas de la Generación del 50.

Lucha contra el tiempo, sí, pero por la multiplicación de tiempos.


IV
El 22 de abril de 1996 murió Jorge Teillier. El alcoholismo lo arrastró a una muerte que estuvo preparando durante años. Lentamente. Como los piratas y bribones de La isla del tesoro, libro homenaje a Robert Louis Stevenson que escribió con el peruano José Pardo del Arco, Teillier tiraba botellas al Mar de los Recuerdos y se abandonaba a la ensoñación con los poemas de Li Tai Po, el de los ojos de nogal. En ese universo entre nostálgico y lúdico, trágico y mítico, hay una clave para leer a Jorge Teillier.

Sus versos, ya se dijo, tienen la vocación de vivir para siempre.


V

“Si alguna vez
mi voz deja de escucharse
piensen que el bosque habla por mí
con su lenguaje de raíces”.

(En el mudo corazón del bosque, 1997)

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