no tan lejos, se ve Urania

Corren las ratas sobre la pared sucia del callejón. Es fría la noche, y los dos hombres se encogen bajo el peso de las mantas raídas. Expiran el vaho hacia la oscuridad, y fijan la vista sobre el piso barroso, más allá de sus pies.
Uno de ellos, el más viejo, levanta su cara de barba rala hacia el cielo y observa. Está un rato observando.
El otro comienza a jugar, automáticamente, con una ramita sobre el piso de tierra. Dibuja círculos que luego borra con la misma rama. La rama sale desde debajo de la manta, sin mostrar la mano que la sostiene.
- Tengo hambre.
El primero apenas lo mira de costado, y vuelve su vista hacia el cielo, tratando de ver las estrellas que no están. Permanecen un rato en silencio.
- Tengo frío.
La voz del primero suena grave, extraña. - En algún lugar deben estar... -murmura. Su compañero lo mira-. Creo que alguna vez las vi.
Sostiene su mirada en alto; la manta ha caído hacia su nuca, dejando al descubierto la cabeza, con círculos sin pelo, y mechones irregulares. Su respiración es serena, y entrecierra los párpados, sin que el crudo frío lo afecte en apariencia.
- Ya ni me acuerdo -el otro vuelve a la ramita sobre la tierra-. Sí me acuerdo de lo que contaban –sigue-. De las historias de guerreros y heroínas... Había un viejo que las conocía todas, y nosotros lo escuchábamos. Hablaba de gente que había vivido acá mucho tiempo antes... siglos... no sé. Gente que se había matado. Que la tierra estaba regada de su sangre, decía, y que todavía nos manchaba los pies. Eso me daba miedo. Yo era un chico.




Los días de Urania, parece, están por llegar.

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