catarsis II: espiral hacia el fondo.
La locura no está tan lejos como para no temerle.
Imagino con alguna frecuencia que destrozo mi casa. Frente a los ojos atónitos, temerosos, de mi familia, destrozo objetos y estructuras de la casa. De un modo incontenible: derribo mesas, lanzo electrodomésticos contra los vidrios, rompo con los puños pedazos de pared, pateo la madera de las puertas, partiéndola en pedazos.
Mi madre grita. Mi hermana llora. Mi padre, impotente, observa.
Claro: después me llevan, agotado y ya indefenso -probablemente rendido, tal vez convencido- a un hospital psiquiátrico. Me drogan. Me atontan.
Quedo durante un tiempo internado, y vienen a verme con frecuencia, cargados de angustia e irrenunciable amor. Mi madre, abnegada, está ahí todos los días. Yo, en general, los recibo en paz: estoy dopado y, seguramente, arrepentido. Alguna vez, puede ser, los espero con desprecio, con fingida indiferencia... quiero destrozar -con igual violencia- su corazón. Pero no quedan rastros de ése por la mañana. En general, soy un interno pacífico y amable. No soy divertido. No podré volver a serlo. Eso apena mucho a mi hermana, con quien jamás volveré a tener la relación de antes. Su confianza ha muerto para siempre.
Mi padre se vuelve mucho más blando. Acepta mi locura como un designio, o algo así. Permite más, ahora, su propia ternura. Tal vez todos se sienten más unidos.
Mis amigos. Algunos de mis amigos a lo mejor vuelven a hablarme, alguna vez. Pero muchos no me buscan más. Mencionan mi nombre en algunos de sus encuentros, al principio con cierta carga de empatía, o nostalgia de quien alguna vez fui. Luego con mayor distancia. Finalmente, pasados unos años, hacen chistes ingeniosos, divertidos, sobre mí.
Salgo de la internación mucho más parco. A veces sonrío, pero tímida y fugazmente. A lo mejor con el tiempo me acercaré un poco a éste que ahora escribe. Pero en el fondo de los ojos, en el último tramo de la espiral de las pupilas, una opacidad dará cuenta de una noche, una lejana noche, de liberada violencia.
Imagino con alguna frecuencia que destrozo mi casa. Frente a los ojos atónitos, temerosos, de mi familia, destrozo objetos y estructuras de la casa. De un modo incontenible: derribo mesas, lanzo electrodomésticos contra los vidrios, rompo con los puños pedazos de pared, pateo la madera de las puertas, partiéndola en pedazos.
Mi madre grita. Mi hermana llora. Mi padre, impotente, observa.
Claro: después me llevan, agotado y ya indefenso -probablemente rendido, tal vez convencido- a un hospital psiquiátrico. Me drogan. Me atontan.
Quedo durante un tiempo internado, y vienen a verme con frecuencia, cargados de angustia e irrenunciable amor. Mi madre, abnegada, está ahí todos los días. Yo, en general, los recibo en paz: estoy dopado y, seguramente, arrepentido. Alguna vez, puede ser, los espero con desprecio, con fingida indiferencia... quiero destrozar -con igual violencia- su corazón. Pero no quedan rastros de ése por la mañana. En general, soy un interno pacífico y amable. No soy divertido. No podré volver a serlo. Eso apena mucho a mi hermana, con quien jamás volveré a tener la relación de antes. Su confianza ha muerto para siempre.
Mi padre se vuelve mucho más blando. Acepta mi locura como un designio, o algo así. Permite más, ahora, su propia ternura. Tal vez todos se sienten más unidos.
Mis amigos. Algunos de mis amigos a lo mejor vuelven a hablarme, alguna vez. Pero muchos no me buscan más. Mencionan mi nombre en algunos de sus encuentros, al principio con cierta carga de empatía, o nostalgia de quien alguna vez fui. Luego con mayor distancia. Finalmente, pasados unos años, hacen chistes ingeniosos, divertidos, sobre mí.
Salgo de la internación mucho más parco. A veces sonrío, pero tímida y fugazmente. A lo mejor con el tiempo me acercaré un poco a éste que ahora escribe. Pero en el fondo de los ojos, en el último tramo de la espiral de las pupilas, una opacidad dará cuenta de una noche, una lejana noche, de liberada violencia.
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Fantástico